Joseph Robinette Biden Jr. como presidente de Estados Unidos, convocó a “poner fin a esta guerra civil que enfrenta al rojo contra el azul, lo rural a lo urbano, lo conservador a lo liberal”.
Por: Ernesto Madrid
Necesitamos dejar de lado la politiquería y enfrentar esta pandemia como “¡una sola nación!”, porque “estamos entrando en lo que puede ser el periodo más duro y mortal del virus, lo que requiere de toda nuestra fuerza”, dijo el 46º presidente de la nación más poderosa de la Tierra.
El presidente de mayor edad (78) en tomar posesión en la historia de este país le puso contenido al desafío que enfrenta una nación polarizada, con crisis económica y el azote asesino de una pandemia sin control:
Es que “la política no tiene por qué ser un fuego furioso que destruye todo a su paso. Cada desacuerdo no tiene por qué ser motivo de guerra total. Y debemos rechazar la cultura en que los hechos mismos son manipulados e incluso fabricados”, expresó el viejo exparlamentario que pasó 36 años en el Senado y ocho en la vicepresidencia.
“¡Unidad! ¡unidad!, ¡unidad!”, clamó el nuevo jefe político de esta nación, con los brazos extendidos hacia la explanada del Capitolio que estaba llena con 200 mil banderas que llegaban al obelisco a George Washington y remataban en el imponente memorial a Abraham Lincoln.
“Sin unidad no hay paz, sino amargura y furia”, dijo Biden, que no llamó a estar unidos en el vacío de la retórica y los buenos deseos: “Vamos a unirnos para luchar contra los enemigos que enfrentamos: ira, resentimientos, odio, extremismo, anarquía, violencia, enfermedad, desempleo y desesperanza”.
La unidad por la que abogó Biden en su discurso inaugural estuvo lejos de ser pasiva, porque su país tiene adversarios a los que vencer. Lo dijo: “hay un auge del extremismo político, del supremacismo blanco y del terrorismo doméstico que debemos enfrentar y derrotaremos”.
Por primera vez en un discurso presidencial se oyó el término “supremacismo” en este país, que con la conducción de Biden aspira a cambiar, “¡y por supuesto que se puede!”, dijo con una media vuelta de cuerpo que lo puso frente a la vicepresidenta, Kamala Harris.
Día histórico el de ayer, que no sólo fue el triunfo de la democracia, sino por primera vez asumió la vicepresidencia de Estados Unidos una mujer, además negra y de origen asiático, una rebosante de alegría y energía Kamala Harris.
Momala, como le dicen sus hijastros, juró sobre la Biblia del primer juez afroamericano de este país, y le tomó protesta la ministra de la Corte Sonia Sotomayor, primera latina en llegar al máximo tribunal de la Unión Americana.
Biden juró ante la Biblia de sus antepasados irlandeses, y al momento de alzar el brazo y repetir que protestaba preservar, defender y proteger la Constitución de Estados Unidos, fueron cambiados los códigos con las claves de las armas nucleares que llevó en un maletín Donald Trump en su viaje a Florida.
El mundo podía respirar. El poder cambió de manos en la mayor potencia nuclear del planeta, y el nuevo presidente se dirigió a la comunidad internacional: “Estados Unidos ha sido probado y hemos salido más fuertes por ello. Repararemos nuestras alianzas y nos comprometemos con el mundo una vez más, no para enfrentar los desafíos de ayer, sino los desafíos de hoy y de mañana. Y lideraremos no sólo con el ejemplo de nuestra fuerza, sino con la fuerza de nuestro ejemplo”.
Del sacerdote jesuita Leo O’Donovan, que elevó la plegaria por el segundo presidente católico de este país –el primero fue John F. Kennedy–, pasamos a Lady Gaga, que impresionó por su vestimenta que traía estampada en el pecho una espléndida paloma de la paz en color dorado, y su peinado semejaba a la Estatua de la Libertad.
Con fuerza entonó el Himno nacional de su país y subrayó los acordes con el puño que rompía el aire frío en la ribera del Potomac. Brillante, Lady Gaga, que al llegar a su asiento de regreso del estrado se puso el cubrebocas, como todos los ahí presentes, incluido el exvicepresidente Pence y su esposa, renuentes a portarlo en público.
“Estoy orgulloso de ti”, le dijo a Kamala el primer presidente negro de este país, Barak Obama, y chocaron los guantes, previo al inicio de la ceremonia en el domo del Capitolio.
Cuando Kamala hizo el juramento, la conductora de Univisión –por donde seguí la transmisión desde Florida– rompió en llanto y siguió con la narración.
Día histórico, dramático, con un presidente católico observante que nombró a una doctora transexual como subsecretaria de Salud, y señaló al supremacismo blanco como un enemigo a derrotar. Una vicepresidenta mujer, negra, de origen asiático, casada con un judío, a la que tomó protesta una latina que es ministra de la Corte.
Y en el palco junto a los nuevos jefes políticos de este país –demócratas que derrotaron al golpismo de un populista–, aplaudía George W. Bush, republicano, que conversaba amistosamente con Bill Clinton, demócrata, y más allá Mitch McConnell, líder republicano en el Senado departía con la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi.
Por eso son fuertes, piensa uno al ver la civilidad que se impuso sobre el arrebato del mal perdedor, que para entonces volaba rumbo a ser página obscura en la historia de Estados Unidos.
Es posible que Norman Mailer tuviera razón al escribir (en su libro América) que más allá de los credos, la verdadera religión de los estadounidenses es su país.
Hasta el llanto fue la emoción de muchos asistentes, como la periodista de Univisión.
Las lágrimas de Biden no se vieron ayer, pero ya habían rodado por sus mejillas el martes por la tarde cuando se despidió de su ciudad con una frase del novelista irlandés James Joyce.
“Cuando muera, Delaware (Dublín) estará escrito en mi corazón”, dijo ante un grupo de amigos poco antes de volar a la capital para asumir la presidencia de Estados Unidos.
Fue una manera natural e involuntaria de marcar la diferencia de estilo con el ignorante que aún farfullaba incoherencias en la Casa Blanca, por una derrota inapelable que su ego, hasta ayer invicto, fue incapaz de tolerar.
En Washington lo esperaba una ciudad tomada por 25 mil soldados que desplegaron barricadas para enfrentar posibles ataques de grupos radicales afines a Donald Trump, que lo tienen amenazado de muerte a él, a la vicepresidenta, a los republicanos McConnell y Pence, así como a la líder demócrata en la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi.
Por la tarde del martes, Biden, Harris y sus cónyuges rindieron homenaje a los 400 mil muertos que lleva este país por el coronavirus, en el Lincoln memorial.
Sí, ahí, en el mismo lugar donde un agosto de hace 57 años Martin Luther King dijo ante una multitud de negros y blancos que “yo tengo un sueño de que un día esta nación se elevará y vivirá el verdadero significado de su credo: que todos los hombres son creados iguales”.
El sueño del pastor Luther King y su liderazgo moral le costaron la vida, a manos de la misma estirpe de fanáticos que hace 15 días tomó por la fuerza el Capitolio con las banderas de la esclavitud por estandarte, y al grito de “Make America Great Again”, distintivo del presidente que los mandó a asaltar la democracia de su país.
Biden se acercó al micrófono cuando se ponía el sol en la capital, teniendo a sus espaldas un imponente marco fúnebre del espejo de agua con 400 luces encendidas a lo largo de sus 618 metros. Una por cada mil muertos en esta pandemia, minimizada por la tozudez y la ignorancia de un presidente irresponsable.
“Entre el ocaso del crepúsculo, hagamos brillar las luces en la oscuridad”, dijo Joe Biden y se iluminaron el Empire Estate, en Nueva York, y el Space Needle, en Seattle.
Fue un extraño momento de recogimiento y esperanza, de doliente serenidad que unió a los hogares de este país a través de la televisión. “Recordemos a todos los que hemos perdido”, pidió el nuevo presidente en medio del silencio y la soledad de ese paseo inmenso, que acentuó la solemnidad del momento.
Antes de que hablara el presidente, una enfermera de Michigan, negra, con voz entrecortada, cantó ante el monumento de Abraham Lincoln.