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Sheinbaum insiste en el “no a la intervención” mientras el discurso de soberanía encubre la producción de fentanilo

  • Trump no descarta una guerra con Venezuela y endurece su narrativa de seguridad; México responde con soberanía, pero admite producción de fentanilo.

La presidenta Claudia Sheinbaum Pardo reiteró que la postura de México frente al conflicto entre Estados Unidos y Venezuela es clara y categórica: “no a la intervención”. La declaración se produce a un día en que el presidente estadounidense Donald Trump reconoció públicamente que una guerra contra Venezuela “no está descartada”, al confirmar que mantiene sobre la mesa una escalada militar y nuevas incautaciones de petroleros venezolanos.

Ernesto Madrid

“No lo descarto, no”, respondió Trump en una entrevista telefónica con NBC News al ser cuestionado sobre una posible guerra. Añadió que habrá más aseguramientos de embarcaciones y lanzó una advertencia directa: “Depende. Si son tan insensatos como para seguir navegando, navegarán a uno de nuestros puertos”. El mensaje no solo endurece la presión sobre Caracas, sino que redefine el uso de la fuerza como una herramienta legítima de política exterior bajo la narrativa de seguridad nacional.

En ese contexto, Sheinbaum no solo defendió el principio reiterado de no intervención, sino que en días recientes admitió que en México sí se produce fentanilo, aunque subrayó que se trata de una sustancia con usos médicos regulados. Al mismo tiempo, rechazó de manera tajante cualquier forma de intrusión de Estados Unidos en territorio nacional, incluso bajo el argumento del combate al narcotráfico.

Sin embargo, el paralelismo es incómodo: tanto México como Venezuela recurren a la defensa de la soberanía como un escudo político frente a señalamientos internacionales sobre la producción y el tráfico de drogas. En ambos casos, el discurso nacionalista desplaza el debate central: la responsabilidad del Estado en permitir que economías criminales operen y se expandan dentro de sus fronteras.

De acuerdo con un informe de seguridad presentado en diciembre de 2025, el gobierno mexicano ha desmantelado alrededor de 1,700 laboratorios clandestinos, varios de ellos destinados específicamente a la producción de fentanilo. En el mismo periodo se han incautado más de 4 millones de pastillas y asegurado más de mil kilogramos de esta droga. Un decomiso histórico en Sinaloa concentró por sí solo el equivalente a más de 20 millones de dosis, con un valor estimado de 8 mil millones de pesos, aunque la autoridad no precisó si la totalidad correspondía a pastillas.

El reconocimiento oficial de la producción de fentanilo contrasta con la gravedad del impacto internacional de esta sustancia y con el giro radical del discurso de Trump, quien ha anunciado su intención de clasificarla como “arma de destrucción masiva”. Bajo la doctrina de seguridad nacional de Estados Unidos, esta etiqueta abriría la puerta a acciones extraterritoriales directas contra los cárteles, una posibilidad que el gobierno mexicano rechaza anticipadamente, refugiándose en el principio de no intervención.

Durante una conferencia de prensa, Sheinbaum afirmó que existe cooperación bilateral en materia de seguridad y combate al tráfico de drogas, pero dejó claro que “nunca la violación a nuestra soberanía”. El problema es que la reiteración del argumento soberanista termina por diluir la discusión de fondo: la incapacidad del Estado mexicano para frenar la producción y exportación de drogas sintéticas que alimentan una crisis de salud pública y seguridad en Estados Unidos y más allá.

En paralelo, México y Estados Unidos alcanzaron un acuerdo para reforzar la cooperación contra el uso de drones por parte del crimen organizado, una modalidad que ha escalado en los últimos meses y que ya se emplea para ataques armados y explosivos. La presidenta subrayó que el acuerdo respeta plenamente la soberanía nacional, aun cuando fue Washington quien colocó el tema como una amenaza prioritaria.

El discurso oficial omite, sin embargo, un punto clave: en México, el uso de explosivos, drones armados y vehículos bomba puede configurar delitos de terrorismo, conforme al Artículo 139 del Código Penal Federal. Este marco jurídico adquiere relevancia tras los hechos registrados en Coahuayana, Michoacán, donde un vehículo cargado con explosivos fue detonado frente a instalaciones de la Policía Comunitaria, evidenciando la convergencia entre narcotráfico, violencia armada y tácticas propias del terrorismo.

Pese a ello, el gobierno federal insiste en encuadrar el fenómeno exclusivamente como crimen organizado y problema de salud pública, evitando reconocer que la producción de drogas sintéticas se ha convertido también en un instrumento de terror, control territorial y presión internacional. Esta narrativa guarda similitudes con la del régimen venezolano, que durante años ha utilizado la soberanía para negar o minimizar su papel en el tráfico internacional de drogas.

El contraste se agudiza frente al discurso de Trump, quien ha calificado a los cárteles como “enemigos de Estados Unidos” y ha anticipado una estrategia de confrontación directa, incluso con operaciones terrestres. Mientras Washington avanza hacia una lógica de guerra —primero discursiva, luego operativa—, el gobierno mexicano se aferra a una retórica soberanista que no ha logrado contener ni la producción de fentanilo ni la violencia que la rodea.

En ese choque de narrativas, la soberanía corre el riesgo de convertirse en coartada política. Defenderla no puede significar tolerar la producción de drogas ni evadir la responsabilidad internacional frente a fenómenos que ya no solo generan criminalidad, sino que reproducen dinámicas propias del terrorismo y de la guerra irregular.

@JErnestoMadrid

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