Por Alejandro Matty Ortega
La detención de una pareja en Hermosillo, Sonora, el pasado 16 de octubre por su presunta participación en una red de trata de personas con fines de mendicidad infantil, ha puesto en evidencia una de las formas más crueles y persistentes de violencia contra la niñez en México:
La explotación sistemática de menores en situación de alta vulnerabilidad.
En este caso, niñas y niños indígenas originarios del estado de Chiapas, con edades que oscilan entre los tres y los diez años.
De acuerdo con los reportes oficiales, los menores eran mantenidos en condiciones de hacinamiento, insalubridad y abandono, forzados a mendigar en las calles de Hermosillo, sometidos a tratos degradantes y expuestos a una violencia estructural que los despoja de sus derechos fundamentales, su identidad, su integridad física y emocional y su dignidad como personas.
El caso encarna con toda crudeza una forma contemporánea de esclavitud infantil, que vulnera frontalmente los principios establecidos en la Convención sobre los Derechos del Niño, la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas, y otros instrumentos de protección de los derechos humanos en México.
La mendicidad forzada es una tipología reconocida de trata de personas, caracterizada por el sometimiento de una o varias personas para obtener beneficios económicos a través de la explotación de su situación de vulnerabilidad.
En este caso, además, el componente étnico y geográfico revela patrones de desplazamiento forzado y desarraigo, que han sido normalizados en la práctica institucional y social.
No se trata de un hecho aislado ni de un caso fortuito.
La presencia cotidiana de niñas y niños indígenas en semáforos, banquetas y cruceros de zonas urbanas, lejos de sus comunidades de origen, constituye un fenómeno sostenido en el tiempo, tolerado por omisión institucional y minimizado por una sociedad que ha convertido la explotación infantil en parte del paisaje urbano.
Sí, bajo los ojos del Gobierno y de la misma Sociedad.
Esta pasividad colectiva, alimentada por el racismo estructural, la indiferencia social y el fracaso de las políticas públicas, es también una forma de violencia.
El traslado de menores desde Chiapas hasta Sonora implica una logística criminal organizada, que amerita una investigación interinstitucional a fondo:
¿Quién facilitó el movimiento de los niños a lo largo de más de 2,000 kilómetros sin control estatal?
¿Qué instituciones fallaron en su deber de prevención y vigilancia?
¿Cuáles redes criminales están operando detrás de la pareja detenida?
Estas interrogantes no pueden ser desestimadas por las autoridades, pues el caso podría ser apenas la punta de un fenómeno de mayor escala.
Desde una perspectiva de derechos humanos, este tipo de delitos implica violaciones múltiples:
Al derecho a la libertad, al desarrollo integral, a vivir en familia, a la identidad cultural y étnica, y a vivir libres de violencia.
México ha asumido compromisos internacionales en la materia -como parte de la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible- que exigen acciones concretas, coordinadas y sostenidas para erradicar la trata de personas, especialmente en su dimensión infantil.
Frente a estos hechos, la respuesta estatal debe trascender la lógica reactiva de las detenciones individuales.
Se requiere una estrategia nacional articulada, con enfoque de prevención, atención integral a las víctimas, cooperación intergubernamental e inclusión social real para las comunidades indígenas.
El Sistema Nacional de Protección de Niñas, Niños y Adolescentes (SIPINNA), las procuradurías de protección de la infancia y las fiscalías especializadas deben asumir con rigor su mandato legal y ético.
Asimismo, los medios de comunicación y la sociedad civil tienen una función crítica:
Romper el silencio, visibilizar las historias detrás de cada rostro infantil en las calles y exigir responsabilidad pública.
La cobertura de estos casos no puede limitarse a la nota roja ni a la criminalización de los victimarios inmediatos; debe incluir análisis estructurales, voces de expertos, datos duros y seguimiento a las acciones gubernamentales.
La niñez no puede ser tratada como moneda de cambio ni como recurso económico de subsistencia ajena.
Las niñas y niños indígenas de Chiapas, cautivos en Hermosillo, fueron víctimas de trata y del abandono sistemático del Estado, del racismo que los invisibiliza y de una cultura ciudadana que ha normalizado su sufrimiento.
El caso debe convertirse en un punto de inflexión.
No basta con consignar a los responsables, es indispensable una política de restitución integral de derechos, que permita a las víctimas recuperar su identidad, acceder a atención psicosocial especializada, y ser reinsertadas en entornos seguros y protectores.
Porque ninguna sociedad que se pretenda justa puede tolerar la explotación de sus infancias.
Y ningún Estado de derecho puede mantenerse indiferente ante el tráfico y la cosificación de seres humanos en su etapa más vulnerable:
La niñez.
*El autor es periodista con una trayectoria de 35 años en medios escritos y digitales, especialista en temas de Seguridad, Derechos Humanos y Medio Ambiente; asesor de Comunicación Social y comisionado de la Organización Mundial por la Paz en Sonora.*