Un santuario donde la biodiversidad ha sobrevivido siglos sin interrupciones
Por Marta Obeso
Ubicada en el Golfo de California, Isla Tiburón es la isla más grande de México y un territorio sagrado para la comunidad Seri. Aislada del turismo masivo, esta joya natural ha logrado conservar su biodiversidad por siglos, ofreciendo un refugio para especies emblemáticas y un espacio donde la tradición y la naturaleza conviven en armonía.
Explorar Isla Tiburón es adentrarse en un ecosistema virgen, donde manglares, cactus centenarios y aguas cristalinas albergan una increíble diversidad de vida silvestre. Desde observar águilas pescadoras en sus nidos hasta ver gigantes mantarrayas en su hábitat natural, cada experiencia en la isla resalta la importancia de la conservación y el respeto por el entorno.
Además de su riqueza ecológica, la isla es un pilar cultural para los Seris, quienes han habitado esta región por generaciones. A través de sus cantos, danzas y arte, los visitantes pueden conectarse con una herencia que ha perdurado intacta en el tiempo.
En este artículo se comparte la experiencia de recorrer Isla Tiburón y descubrir un espacio donde la naturaleza aún reina sin interrupciones, recordándonos la responsabilidad de preservar estos santuarios para las futuras generaciones.
El sol brilla implacable sobre el estrecho del Infiernillo, esa franja de agua del Mar de Cortés que separa la isla. La lancha avanza dejando una estela de espuma en las aguas azul turquesa, mientras el viento sopla fuerte y se mezcla con el aroma salado del Golfo de California.
Este territorio sagrado ha permanecido casi intacto por siglos. Aquí, la modernidad no ha desplazado al equilibrio natural. Al pisar la isla, lo primero que se percibe es el silencio, solo interrumpido por el murmullo del viento y el crujir de la arena bajo los pies. El camino nos lleva hasta el manglar, un laberinto de raíces entrelazadas que parecen sostener el mundo. Aquí, el agua y la tierra conviven en un equilibrio perfecto, albergando peces, aves, babosas y cangrejos que se deslizan entre las sombras.
Un guía nos acompaña por un sendero donde un cactus Cardón, de más de doscientos años, muestra entre sus brazos el nido de un águila pescadora que protege a sus crías. El guía se detiene, toma una rama de torote y nos explica su poder curativo, transmitiendo el conocimiento ancestral que ha aprendido del pueblo Seri.
Más tarde, en la orilla, tomamos kayaks para navegar sobre el mar cristalino. El agua es tan clara que podemos ver las sombras de enormes mantarrayas deslizándose bajo nosotros, sus movimientos elegantes y pausados, como si la presencia humana no las inquietara. Es un recordatorio de que aquí, la naturaleza no teme, porque aún no ha sido dañada.
De regreso, dos mujeres Seris ofrecen la elaboración de trazos en nuestro rostro y nos pintan símbolos tradicionales. También nos invitan a compartir su danza y sus cantos. El recorrido de 5 horas concluye. Tiempo suficiente para despedirse con la misma calma con la que nos recibió la isla. No hemos tomado nada, no hemos dejado rastro de nuestra estancia. Así debe ser. Isla Tiburón no es solo un destino: es un recordatorio de lo que significa respetar y preservar. Un santuario donde la biodiversidad ha sobrevivido siglos sin interrupciones, y donde la verdadera experiencia es sentirse parte de su historia, aunque solo sea por un instante.
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