- La caída en la confianza empresarial y el desplome de los pedidos manufactureros reflejan algo más que incertidumbre económica: un país donde la justicia es precaria, la impunidad es norma y el crimen organizado altera el clima de inversión más que cualquier indicador macroeconómico.
La economía mexicana volvió a despertarse con fiebre. El Indicador Global de Confianza Empresarial retrocedió en noviembre hasta 48.3 unidades, instalándose —sin resistencia alguna— en la zona de desconfianza que ya habita desde hace nueve meses. Mientras el gobierno presume estabilidad, el sector privado mira el horizonte con la serenidad del que presiente tormenta, aunque le juren que es sólo bruma pasajera.
Ernesto Madrid
El retroceso fue generalizado: manufacturas cedió 0.5 puntos; comercio, 0.2; servicios, 0.1. La construcción, siempre optimista por necesidad, avanzó apenas 0.2 puntos. Pero aun con ese gesto simbólico, todos los sectores siguen atrapados bajo la barrera psicológica de los 50 puntos.
El problema no es nuevo ni requiere lupa: el “momento adecuado para invertir” está hundido en los sótanos. Ningún sector supera las 36 unidades. Comercio y manufacturas incluso retrocedieron; servicios y construcción apenas respiraron. La lectura es simple: el país se ha vuelto un terreno donde el riesgo ya no se mide en rentabilidad, sino en estabilidad institucional.
Por si hiciera falta un recordatorio, los pedidos manufactureros también se desplomaron: cayeron 4 puntos y tocaron su nivel más bajo desde octubre de 2023. La maquinaria industrial empieza a toser, aunque en el exterior la OCDE insista en describirnos como un caso de “crecimiento resiliente” con un PIB previsto de 0.7% para 2025. El contraste es casi literario.
Porque hay un elemento que no aparece en ningún informe técnico: la convivencia incómoda, persistente y corrosiva entre un Estado debilitado y un crimen organizado que se ha convertido en el verdadero regulador —informal, por supuesto— del ambiente económico. La impunidad, no la inflación, es el fantasma que recorre los balances.
México ocupa el lugar 135 de 163 en el Índice de Paz Global 2025. Las cifras de asesinatos, extorsiones y desapariciones hablan de un país donde la justicia es un lujo estadístico: En 2024, los poderes judiciales estatales recibieron apenas 1.66% del presupuesto local; las fiscalías, 1.72%. Con casi 4 millones de carpetas de investigación activas y sólo 16 mil agentes para atenderlas, cada fiscal carga en promedio 239 casos de acuerdo con datos del Programa de Justicia de México Evalúa, No hace falta posgrado para entender que así no se persigue el delito, se le acompaña.
Y cuando la justicia no llega, otros llenan el vacío. Michoacán, laboratorio inagotable de esta ecuación, lo confirma. El asesinato de Carlos Manzo Rodríguez —alcalde de Uruapan y figura clave en los intentos de desmontar el viejo andamiaje criminal— no fue una anomalía: fue un mensaje. Su avance amenazaba las economías paralelas que durante dos décadas han dictado las reglas en la región. Su muerte dejó un golpe directo a la presidenta Claudia Sheinbaum y a su secretario de Seguridad, Omar García Harfuch, justo cuando ambos intentan proyectar control político y gobernabilidad.
Esa disputa no sólo se libra en las calles ni en las oficinas de seguridad. También atraviesa el terreno económico. El inversionista analiza tasas, demanda y política fiscal, sí, pero antes revisa si el Estado al que confiará su capital es capaz —o está dispuesto— a garantizarle algo tan básico como seguridad.
Michoacán, en ese sentido, ofrece el primer pulso real por el poder nacional: de un lado, la alianza entre actores políticos y grupos criminales; del otro, quienes pretenden frenar su expansión antes de que se convierta en arquitectura dominante del país. No es un asunto electoral. Es estructural.
Por eso el pesimismo empresarial no cede. No nace del mercado, sino de la realidad: en amplias regiones del país, el crimen organizado pesa más en el cálculo de riesgo que cualquier decreto económico.
Cuando las reglas cambian sobre la marcha, cuando se erosionan los contrapesos, cuando se usan consultas para detener proyectos y el árbitro judicial aparece bajo presión, el mensaje es claro: inviertan… bajo su propio riesgo.
La reconstrucción de la confianza no pasa por discursos ni por giras triunfalistas. Requiere Estado de derecho, estabilidad regulatoria, respeto a contratos y un Poder Judicial que no parezca obligado a sobrevivir con sobras presupuestales. Nada espanta más al capital que un país donde la incertidumbre institucional supera a la económica.
Mientras no se atiendan esos cimientos, los indicadores seguirán cayendo y los empresarios seguirán haciéndose la misma pregunta incómoda:
¿el verdadero problema está en la economía, o en quienes intentan administrarla sin enfrentar al poder que realmente manda en buena parte del territorio?
La respuesta —y la responsabilidad— siguen estando del lado del gobierno.
@JErnestoMadrid
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