- La plaza de Uruapan fue el escenario de una sentencia: cuando el Estado calla, el crimen escribe la ley. El asesinato de Carlos Manzo desnuda la farsa de la seguridad y la hipocresía del poder.
 
El primero de noviembre de 2025 será recordado como el día en que el país enterró su última ilusión de justicia. En Uruapan, Michoacán, la fiesta del Día de Muertos terminó siendo una ceremonia real: el asesinato del alcalde Carlos Manzo Rodríguez, el único político que se atrevió a desafiar al crimen organizado y a señalar la complicidad del poder.
Ernesto Madrid
Lo mataron frente a su gente, en la plaza, en medio de velas y música. Pero no fue una bala de plomo la que lo mató. Fue la bala invisible de la indiferencia nacional, la que se dispara desde los escritorios del poder y se carga con silencio ciudadano.
De los “valientes no asesinan” de antaño, México ha pasado a su versión más cruel: “a los valientes, los asesinan.”
La presidenta Claudia Sheinbaum salió con su libreto de siempre: “No habrá impunidad.”
 El gobernador Alfredo Ramírez Bedolla lamentó el crimen y habló de “dar la cara.”
 El secretario Omar García Harfuch prometió justicia y anunció —como si eso fuera consuelo— que catorce elementos federales custodiaban al alcalde. Catorce.
 Ni así pudieron evitar que lo mataran.
Esa es la magnitud del fracaso: en un país donde ni catorce escoltas federales bastan, las instituciones ya no protegen; acompañan al funeral.
Mientras Sheinbaum promete que no regresará “a la guerra de Calderón”, su secretario admite lo evidente: “es necesaria la fuerza del Estado.” La contradicción los delata. La retórica de paz ya solo sirve para maquillar la guerra perdida.
Y mientras el narco conquista territorio, el gobierno conquista titulares: los youtuberos del oficialismo minimizan el crimen, los medios alineados suavizan los titulares y el dinero público vuelve a callar las redacciones.
Carlos Manzo no era un político más. Era el alcalde que denunció lo que nadie quería ver: la colusión entre el gobierno estatal de Ramírez Bedolla y los cárteles, la extorsión a productores de aguacate y limón, las cuotas impuestas por las células criminales.
Lo dijo sin miedo:
“Prefiero convocar al pueblo de Uruapan a tomar las armas que arrodillarme ante el crimen organizado.”
Y ante las amenazas, respondió con una frase que hoy retumba como epitafio:
“Tengo miedo, pero tengo que acompañarlo de valentía. No podemos dar ni un paso atrás.”
Lo dijo. Lo cumplieron. Lo mataron.
Fue el segundo crimen político en Michoacán en menos de quince días, después del asesinato del líder agrícola Bernardo Bravo, otro hombre que denunció la corrupción y la extorsión. Dos muertos, una misma raíz: el Estado ausente.
Manzo no pedía milagros. Pedía presencia, apoyo, Estado. Pero su voz cayó en el vacío de un gobierno que escucha con sordera selectiva.
El gobernador Bedolla tuvo el descaro de presentarse en el funeral.
 Los uruapenses le respondieron con lo que merecía: “¡Asesino!” “¡Fuera!”
El pueblo lo corrió a gritos, porque en Michoacán ya no se confunde la compasión con el cinismo. Y Bedolla, acorralado, dijo en conferencia:
“Fui a ponerme a las órdenes de su familia. Entiendo la indignación.”
Entiende, pero no actúa. Lamenta, pero no renuncia. Promete, pero no cumple.
 Y así, con declaraciones tibias y rostros compungidos, se repite el ciclo nacional: matan, condenan, prometen, olvidan.
El mensaje es brutal y claro: ni la Guardia Civil ni el gobierno controlan Michoacán.
Los dueños del estado se apellidan Cártel, y despachan desde oficinas más seguras que cualquier Palacio de Gobierno.
El crimen de Manzo no fue solo un asesinato: fue un aviso.
El mensaje del narco fue directo y pedagógico: “el que habla, muere.”
Y el del gobierno, aún más infame: “el que muere, será lamentado, no protegido.”
La hija de Amparo Romero, aquella enfermera atacada por perros en 2024, lo resumió mejor que cualquier editorial: “Te quedó grande, México.”
Y sí, nos quedó grande a todos: a los políticos de izquierda, derecha o centro que huyen a Europa a “descansar”; a los que lloran en Gaza pero callan en Uruapan;
 a los que legislan la impunidad con discursos de moral pública.
El país que alguna vez presumió héroes hoy fabrica mártires.
 Y la historia que antes escribían los valientes ahora la corrigen los cobardes.
Carlos Manzo no fue un alcalde más. Fue un mexicano que se negó a negociar con el miedo.
 Por eso lo mataron.
Y mientras sigamos aceptando la injusticia como paisaje, seguirán cayendo los mejores.
Porque en México, los valientes no matan.
 A los valientes, los matan.
@JErnestoMadrid
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