- De acuerdo con un especialista en derecho penal y administrativo, la imputación impulsada por la FGR carece de una prohibición normativa expresa, confunde el expediente penal con la prestación laboral y sostiene una teoría del caso jurídicamente frágil, aunque políticamente funcional.
La judicialización del caso de María Amparo Casar, impulsada por la Fiscalía General de la República (FGR) por el presunto delito de uso ilícito de atribuciones y facultades, exhibe una estrategia que rebasa el terreno estrictamente jurídico y se instala en el ámbito político-comunicacional. A partir de información pública y sin acceso a la carpeta de investigación, especialistas advierten que la imputación presenta imprecisiones normativas, una teoría del caso probatoriamente débil y una utilización del proceso penal como mecanismo de desgaste contra opositores críticos del régimen.
Ernesto Madrid
El punto de partida del expediente es la muerte de Carlos Fernando Márquez Padilla, ocurrida el 7 de octubre de 2004 en el edificio sede de Petróleos Mexicanos (Pemex). Desde entonces, la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal —encabezada entonces por Bernardo Bátiz— integró la averiguación previa como muerte violenta no homicida, con dictámenes periciales concluyentes de suicidio, sin que el expediente fuera reclasificado posteriormente.
Dos décadas después, Bátiz ha reconocido no recordar una supuesta reunión con la viuda y un intelectual cercano al PAN, aunque tampoco la descarta. Esa ambigüedad —“no lo recuerdo, pero pudo haber ocurrido”— no constituye una contradicción formal, pero sí un vacío narrativo que hoy es explotado políticamente para apuntalar una acusación penal.
Un elemento central que la acusación tiende a diluir es que el expediente penal no fue el documento que activó el pago de la pensión. Mientras la procuraduría investigó una muerte, Pemex tramitó una prestación laboral conforme a su normativa interna.
Márquez Padilla se desempeñó como Coordinador Ejecutivo adscrito a la Dirección Corporativa de Administración de Pemex entre el 1 de junio y el 7 de octubre de 2004. Por la naturaleza del cargo, todo indica que se trataba de personal de confianza, sujeto al Reglamento de Trabajo del Personal de Confianza de Pemex, no al contrato colectivo sindical.
La revisión de la normatividad pública aplicable en 2004 —y vigente hasta hoy— arroja conclusiones incómodas para la imputación:
- No existe una cláusula expresa que prohíba el otorgamiento de la pensión post mortem al personal de confianza en casos de suicidio.
- Las normas regulan beneficiarios, porcentajes y causales de terminación posteriores, no la causa del fallecimiento.
- Las exclusiones por suicidio, cuando existen, corresponden al seguro de vida, no a la pensión laboral.
En términos jurídicos estrictos, la clasificación del fallecimiento como suicidio o accidente no resulta determinante para la procedencia de la pensión, salvo que se acreditara una simulación deliberada.
El delito de uso ilícito de atribuciones y facultades (artículo 217 del Código Penal Federal) no sanciona decisiones controvertidas ni juicios morales, sino actos objetivamente indebidos, contrarios a una norma vigente, que generen un beneficio económico indebido y se ejecuten con dolo.
Aquí surge el principal problema de la imputación: si no hay una norma que prohíba la pensión en caso de suicidio, el acto no es ilícito per se.
La única vía para sostener el tipo penal —según el análisis de especialistas— es una construcción alternativa: no sancionar el pago de la pensión, sino el supuesto disfraz deliberado del suicidio como accidente para eludir controles administrativos.
En esa lógica, la ilicitud no estaría en la causa de la muerte, sino en la simulación; y la reunión mencionada por Bátiz sería relevante sólo si probara gestión activa, conocimiento del problema jurídico y dolo.
El problema es probatorio. Para que esa teoría sobreviva, la FGR tendría que demostrar, sin fisuras:
- Que el accidente fue falso, no debatible.
- Que esa clasificación fue determinante para el pago.
- Que la viuda conocía y promovió la falsedad.
- Que los funcionarios actuaron sin facultades y con dolo.
La falla de cualquiera de estos elementos desintegra el tipo penal.
Más allá del expediente, el caso cobra sentido desde una lógica política. Los incentivos son claros: el beneficio jurídico de una eventual condena es incierto, pero el beneficio político de judicializar es inmediato. El costo de perder el caso es manejable; el desgaste reputacional de una figura crítica del gobierno —y dirigente de una organización incómoda para el poder— es tangible desde el primer anuncio.
En este contexto, el proceso penal opera como mensaje. No necesariamente como ruta hacia una sentencia firme, sino como instrumento de exposición pública, disciplinamiento simbólico y advertencia a opositores. La judicialización se convierte así en narrativa, y la narrativa, en sustituto de la prueba.
El caso María Amparo Casar no sólo pone a prueba la solidez de una acusación específica. Expone, sobre todo, una forma de ejercer el poder punitivo en la que las imprecisiones jurídicas y las lagunas probatorias quedan subordinadas a una estrategia política que diluye los hechos en el ruido de la acusación.
@JErnestoMadrid
Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.