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La herencia de lodo

  • Birmex, Tren Maya y AIFA solo unos ejemplos

La retórica de López Obrador fue poderosa: el fin de la corrupción como eje de gobierno. Pero al cierre del sexenio, los números, los escándalos y las omisiones cuentan otra historia. El combate a la corrupción terminó convertido en un instrumento político, no en una política de Estado. La corrupción no desapareció: se reconfiguró.

Ernesto Madrid

El Tren Maya, emblema del supuesto desarrollo del sureste, es también símbolo de opacidad. La obra, proyectada en 156 mil millones de pesos, ya rebasa los 500 mil millones, sin licitaciones abiertas ni mecanismos de fiscalización. Se adjudicó directamente a militares y constructoras afines, bajo el pretexto de “seguridad nacional”. Hoy, no hay claridad sobre los contratos, los tiempos de entrega ni los impactos reales, pero sí una certeza: el desorden costará más de una generación de presupuesto local.

El AIFA, presentado como ejemplo de eficiencia pública, es un aeropuerto que opera a menos del 25% de su capacidad, subsidiado y administrado por las Fuerzas Armadas. Se dijo que costaría 75 mil millones; los cálculos reales lo ubican por encima de los 100 mil millones, y su viabilidad sigue en entredicho. Los datos se han maquillado sistemáticamente y los usuarios lo evidencian a diario.

Más grave aún es el caso de Birmex, pieza clave del sector salud. Le fue encomendada la distribución de medicamentos durante la pandemia y el rediseño del sistema de compras consolidadas. El resultado fue desabasto crónico, medicamentos caducos, bodegas inservibles y contratos opacos. El Informe de Auditoría Superior de la Federación para 2023 confirmó irregularidades por cientos de millones de pesos. No fue un problema logístico: fue una cadena de decisiones fallidas sin consecuencias para los responsables.

Todos estos casos tienen un patrón común: centralización, opacidad, lealtad sobre capacidad y ausencia de rendición de cuentas. Y lo que es peor: nadie ha pagado. No hay responsables inhabilitados, procesados o siquiera señalados con nombre y apellido. La corrupción no solo persistió, sino que se normalizó bajo el amparo del discurso moral.

Ahora, Claudia Sheinbaum hereda ese aparato. Llega con legitimidad, sí, pero también con compromisos. La pregunta no es si continuará con el proyecto de López Obrador —eso está claro—, sino si replicará también su permisividad ante los desvíos, su negativa a investigar a los propios y su resistencia a la crítica.

En los hechos, ya hay señales preocupantes: mantiene a los mismos operadores, respalda los mismos esquemas de adjudicación directa, y ha sido ambigua sobre el papel de los militares en obras y contratos.

La verdadera transformación, si alguna vez la hubo, se medirá no por cuántas veces se repita “no somos iguales”, sino por la capacidad de romper con los vicios de siempre, incluso si eso implica desmontar el legado del propio mentor.

Porque si Sheinbaum continúa ese camino, su presidencia no será histórica por ser la primera mujer en el cargo, sino por convertirse en la administradora de la herencia más costosa y silenciosa de la 4T: la corrupción disfrazada de transformación.

Semana de reflexión

@JErnestoMadrid

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