El juicio a Donald Trump en la cámara de senadores está siendo una prueba de fuego no únicamente para la justicia sino para la democracia en Estados Unidos y el mundo entero.
La alianza de los senadores republicanos con el ejecutivo en líneas absolutamente partidistas es un signo poderoso que pone en duda la operatividad del equilibrio de poderes y los contrapesos que se construyeron durante los casi 250 años pasados, que le dieron gran lustre a la democracia y al sistema de justicia estadounidense.
Hoy lo vemos hundirse en el fango de la ilegalidad, la hipocresía y el autoritarismo del presidente 45. Es tiránico como el de cualquier dictadura africana o dictador latinoamericano de república bananera. Es un rey que hace lo que quiere y sus súbditos en el senado le obedecen ciegamente hasta la ignominia, y lo colocan por encima de la ley.
No importa que haya cometido delitos tan graves como el de obstrucción de la justicia o haya operado un sistema corrupto de chantaje con un país extranjero para afectar a uno de los adversarios en la carrera presidencial. Esos no constituyen delito para los legisladores republicanos.
No importan las actividades extraoficiales de su abogado por encima del Departamento de Estado y otras personas externas al gobierno, que acabaron atropellando a distinguidos miembros del servicio exterior de ese país o las, hasta ahora, conocidas mentiras y bravuconadas contra personal que labora en la Casa Blanca y hacia la respetable presidenta de la cámara de representantes.
El espectáculo más lamentable ha sido el de los abogados defensores de Trump quienes lo presentan como víctima de los demócratas que sólo le quieren quitarle el triunfo electoral de 2017 e impedirle ser candidato para el 2020. Es una acción, dicen, contra el electorado, no contra el presidente. No buscan justicia sino implantar un mentira más de las miles que ha divulgado el presidente desde que inició su campaña y durante su administración.
Del partido demócrata brillan las luces de la legalidad, el argumento y la solidaridad misma, pero ello ha caído en el vacío jurídico de la absolución ya anunciada y negociada entre el poder ejecutivo y los senadores republicanos con una gran dosis de cinismo.
Trump se burlará de sus críticos y tal vez logre la absolución, pero por encima de todo se burla de la sociedad americana que parece inclinada a reelegirlo en noviembre próximo. A partir de ahí estará por encima de la ley. Una ley suprema que a pesar de que fue diseñada para que inclusive el presidente pudiera ser enjuiciado, terminó sólo en una burla para los ciudadanos y para la legalidad. Entonces, sin equilibrio de poderes ni respeto a la constitución, se podría anticipar el principio del fin de la democracia que también está asediada en otras partes del mundo, por cierto.
Porque lo que está en juicio es más que el presidente actual, es el sistema político y el de partidos que es esencia de esa democracia, que ahora se ahoga en la mentira, la corrupción ideológica y podría ser el principio del fin de ese modelo de justicia.
A menos que ocurra algo inesperado, si el senado de Estados Unidos lo absuelve, habrá creado la primera democracia monárquica y el pueblo estadounidense elegirá en noviembre próximo, no a un presidente sino a Donald Primero. Parafraseando a Luis XIV, L'État, c´est Trump.
Otra amarga lección para el mundo entero, en este tiempo de cambios.