El monopolio del uso legítimo de la fuerza en los Estados modernos está fuera de toda duda.
El eje de ese principio es la legitimidad que le otorgan las urnas al poder elegido democráticamente. Y la sociedad le otorga esa legitimidad para garantizar la seguridad en bienes, personas y convivencia, así como otras libertades constitucionales.
La utilización legítima de la fuerza estatal no puede ser contrarrestada por quienes hacen uso de la violencia de manera ilegítima. Son los casos de las organizaciones criminales conocidas en nuestro medio como “el crimen organizado” que definitivamente desafían y socavan la legitimidad del monopolio del Estado y se convierten en una fuente paralela de poder al gobierno legítimo.
También se pueden incluir a otras agrupaciones como las falsamente llamadas “autodefensas que reemplazan parcialmente al poder del Estado y llegan a dominar territorios donde se eximen del cumplimiento de las leyes vigentes, por medio del uso de una fuerza también ilegítima.
En el caso de México, se presenta otra ilegitimidad cuando grupos de clara o indefinida filiación sindical, estudiantil o de otro tipo, se posesionan por medios violentos de las casetas de peaje de las carreteras, destruyen e incendian instalaciones de gobierno, descarrilan trenes para asaltarlos o secuestran camiones de carga. En este mismo capítulo de la ilegalidad, se ubica el inmenso y redituable robo de combustibles que son bienes de todos los mexicanos.
En estos últimos casos, tácitamente se ha aceptado una falsa legitimidad aduciendo problemas de pobreza, que en el fondo no es otra cosa sino la participación de grupos específicos y hasta comunidades enteras, que sí hacen uso ilegítimo de la violencia para cometer esos delitos. La pobreza y la falta de oportunidades son graves carencias largamente no atendidas por muchos gobiernos, pero legitimar esas acciones y fomentar la impunidad coloca al Estado mexicano en una debilidad cada vez mayor.
En este sentido, el uso legítimo de la fuerza física no significa masacrar a ciudadanos civiles, sino defender los intereses y derechos colectivos, los bienes de la nación y el cumplimiento de las leyes cuya custodia entregamos temporalmente –repito, solo temporalmente— a los gobiernos democráticamente elegidos. Ello incluye los desafíos que enfrentan las sociedades, procedentes de varias fuentes de ilegalidad que están secuestrando, por la fuerza y la violencia, espacios de autonomía del Estado y de paz social.
Toda esa ilegalidad la que mantiene los conflictos contra el Estado.
Cuando un Estado es omiso en la aplicación de la ley permite actos ilegales como las marchas y ocupaciones de espacios públicos (algunos por largos períodos) se está fomentando la impunidad que se ha ampliado hasta convertirse en una violación de los derechos humanos de las mayorías y que no se deben convertir en un modus vivendi.
El uso legítimo de la fuerza es por lo tanto un derecho y un deber del Estado, no una concesión ni una claudicación del poder y por ello los estados modernos tienen procedimientos para disuadir o restringir aquellos actos ilegítimos donde la autoridad deba responder de manera proporcional. Si unos manifestantes quieren incendiar las puertas de Palacio Nacional, no es lo mismo que marchar pacíficamente exigiendo el incumplimiento de algún derecho o prestación. Como tampoco es lo mismo pedir que se termine con los feminicidios y se haga justicia, que bloquear las salidas de ferrocarriles y carreteras durante semanas o impedir las operaciones de un aeropuerto o de una refinería.
La renuncia a la legitimidad en el uso de la fuerza crea un vacío de poder que lo ocupará ipso facto, la ilegalidad.