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Sásabe, la última frontera

 
 
 
Alejandro Matty Ortega/Irreverente Noticias
 
 
Sásabe, Sonora (IN).- La llamada “Puerta del Infierno” se abre para dar paso a un encuentro con la herencia de lo inhumano, con el pueblo sin ley, con la tierra del olvido, con el calvario de los sueños, con la cruz de los migrantes.
 
 
Acompañando a un grupo de migrantes internacionales, para el reportero de este medio binacional Irreverente Noticias no hay palabras.
 
 
El silencio abruma, la mente percibe ecos desolados, como voces, quizás sollozos, lamentos, quejidos, como si el dolor hablara, como si las memorias de los migrantes caídos formaran una conciencia para advertir al transeúnte que escribe los peligros de la travesía por venir al sueño de los hijos de la pobreza.
 
 
Más de 2 mil 500 hijos del olvido oficial, producto de la corrupción, han caído sin misericordia por esa brecha de Altar al Sásabe sin piedad.
 
 
Ello por la cruel deshumanización de las instituciones pagadas con el sudor de los hombres del campo, del mar, de la maquila e irónicamente, del migrante jornalero que enriquece los bolsillos de los hombres ambiciosos.
 
 
El Sásabe se abre como el cielo al inocente, como infierno al pecador, como paraíso para los dueños de la ambición que genera la trata de personas, de la esclavitud moderna y pasada de los seres cuyo pecado es ser expulsados de sus raíces, de sus antepasados, de su propiedad, de su Patria, de su dignidad.
 
 
Sahuaros, matorrales, fauna silvestre, resolana, rayos penetrantes y el polvo son testigos ancestrales de los hijos del camino, de los exiliados, de los nómadas por obligación, por desempleo, por inseguridad, por amenazas, por miedo a heredar a sus hijos el hambre, la ignorancia, el analfabetismo, la pobreza.
 
 
Lágrimas contenidas se transforman en sentimientos y estos a su vez en palabras que jamás describirán el peso sobre los hombros de cada migrante nacional o extranjero que pasó por este camino donde la naturaleza y algunos hombres consumen de a poco sus latidos.
 
 
Rebasan los 50 grados  en pocos kilómetros de camino ya las ideas se nublan, el cuerpo se agota, el corazón afligido se adormece
 
 
Las manos sudorosas tiemblan, la voz se apaga, los hombros entumidos no sostienen la cámara sobre el torso ni sus imágenes dentro de ella.
 
 
La mirada se pierde en la distancia de la nada, en el sueño de llegar a la línea divisoria producto de la invasión extranjera, la abusiva venta de Santana, por despojo, por conquista; ese anhelo por conocer el centro entre el Sur y el Norte de la imaginación porque Dios no hizo fronteras, sólo lazos de amor.
 
 
A la antesala de la fosa común del desierto donde mil 575 migrantes cavaron su tumba sin quererlo entre 1999 y el 2009 y mil más que engrosan las interminables listas de desaparecidos que familias esperanzadas aún añoran su regreso, las lágrimas abonan al silencio una oración por ellos.
 
 
El instinto de sobrevivencia exige un sorbo de agua, de ese vital líquido que prominentes políticos y poderosos empresarios han privatizado y embotellado en recipientes que contaminan el ambiente y arrancan sin piedad las entrañas de la Madre Naturaleza, a cambio de un puñado de dinero mutilando de a poco la expectativa de vida en México, como si las mineras, los extranjeros y las trasnacionales, no lo hubieran hecho ya como viles carroñeros de la esperanza, del sueño, de la ilusión, de la vida.
 
 
Como esos que desoyan los cuerpos de los hijos de la pobreza caídos en el desierto.
 
 
Haciendo camino, las fuerzas se ausentan y el espíritu se enlaza con los miles que quedaron tendidos en estas tierras calientes de Sonora, donde lo ilegal se convierte en cotidiano, en una letra de cambio, en un cheque en blanco, en un robo a despoblado.
 
 
Las señales de un gasoducto son visibles, abundantes, estoicas, a ellas se les permite violentar la Naturaleza mientras que a ellos, no los perdonan.
 
 
Morir en el intento preferible a regresar al campo minado y despojado de los sueños de los revolucionarios, de los libertarios, de los abuelos, de los padres, de la bondad de Dios.
 
 
Morir en el intento mil veces a vivir bajo el yugo de la corrupción gubernamental y empresarial, de la impunidad, del despojo, del abuso.
 
 
Morir en el intento primero a heredar la pobreza, la marginación, los sueños rotos, la aspiración robada, la integridad mutilada, el espíritu abatido.
 
 
Morir en el intento mejor a repetir el calvario del abuso del crimen organizado, de la humillación de la autoridad, del peligro del camino, de la indiferencia de la sociedad.
 
 
Sólo el Creador alimenta el espíritu del migrante, ese que enseña a todos, la humildad, la nobleza, la ternura, la bondad, la dignidad, fraternidad y solidaridad, más aún la verdadera esencia del amor a la familia, a los hijos, a la esposa, a la madre…
 
 
Y es aquí en la línea divisoria donde empiezan los sueños rotos de los migrantes, los hijos del hambre.
 
 
Aquí, empieza el "sueño americano".
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