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El chiste se cuenta solo

Ingrid Tapia

De ordinario un poder judicial no es elegido por el pueblo, pero también de ordinario, en un sistema democrático presidencialista; todo presidente influye en la integración de la Suprema Corte. La diferencia entre una dictadura y una democracia reside en que en la democracia la influencia jamás es equivalente al control parcial y mucho menos al control total del poder judicial.

Dicho de otra forma, más sencilla: si la influencia presidencial fuese por sí sola ilegal o ilegítima la propia constitución no atribuiría a los presidentes la postulación de los jueces de La Suprema Corte.  En cambio, lo que sí es gravemente ilícito e ilegítimo es la intervención para lograr el control total de una corte.

Tampoco tiene nada de peculiar y menos de ilícito que un presidente conservador postule jueces conservadores o que un liberal postule jueces liberales. Sin embargo, de ordinario la elección de jueces es escalonada ocurriendo la posibilidad de postulación –en la mayoría de países– por la imprevisible cesantía de los jueces (acá ministros) o por un modelo escalonado preestablecido con un calendario de renovación parcial. Esto desde luego, para evitar la conformación uniforme del poder judicial; de tal modo que ello impide a un mismo presidente postular a la totalidad de miembros de la Suprema Corte.

En el citado modelo impuesto, si la justificación de la reforma es la democratización, esta solamente se legitimará en la medida en que la conformación final de la Corte expresa la pluralidad de la nación y no de un solo grupo.

Así, bajo el cuestionado modelo de elección “democrática” que nos ha sido impuesto, la posibilidad de control del Ejecutivo solo es posible si no vota la población en general. De ahí que las campañas que promueven la abstención son incuestionablemente insensatas. Literalmente un despropósito porque solamente el electorado, expresando su diversidad, puede evitar la conformación monolítica de La Corte.

Si esta elección da muestras de que los gobiernos se intrometen (como indiscutiblemente lo prueban los “acordeones” distribuidos por los gobernantes) entonces la posibilidad de que la ciudadanía logre expresar su diversidad y consolide la conformación de una Corte independiente decrecerá en la medida que aumente la falta de votos; lo que hace todavía más insensato promover la abstención porque quienes no votan se convierten en facilitadores de esas estructuras gubernamentales que sin derecho se entrometen.

Dicho de la forma más sencilla posible: el pueblo puede evitar que sean elegidos los candidatos promovidos por un presidente, únicamente si sale masivamente a votar por candidatos independientes del presidente.

Si quien alienta la abstención ocupa un cargo de elección popular, su insensatez se convierte en cinismo porque poca autoridad merece quien desestima la importancia del voto desde el cómodo escaño que el votante le obsequió.

Y ni qué decir de quien promueve la abstención habiendo sido el mandatado por la Constitución para promover la participación desde el máximo órgano electoral de la nación o de aquellos que anticipan el fraude de una institución que con denuedo defendieron ataviados de blanco y rosa y a la que se abandonó cuando fue capturada. En ambos casos “el chiste se cuenta solo”.

Por último, en un estado democrático y de Derecho, atañe a La Suprema Corte salvar y proteger al pueblo, y no al revés; es una triste desventura que suceda así y peor que se le ocurra a ese pueblo –arrogado en paladín de la justicia– que la mejor forma de hacerlo es absteniéndose de votar.

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