Washington fracasa en reconocer que emplea métodos violentos y arbitrarios para responder a turbas enardecidas que reclaman un fin a las violaciones de los derechos humanos de las minorías étnicas en la Unión Americana.
Por: Jorge Fernández
La frase bíblica de ‘la paja en el ojo ajeno’ queda como anillo al dedo para hablar de las críticas recientes que Estados Unidos ha lanzado contra China. La decisión de diputados chinos para mejorar el sistema legal de la región de Hong Kong desató críticas de la Administración Trump, que ignoró el vandalismo y la violencia desatados por jóvenes del cosmopolita puerto internacional. La censura se contrasta hoy con el comportamiento que Washington asume para gestionar las protestas masivas en la Unión Americana tras el asesinato del ciudadano afrodescendiente George Floyd. Un halo de hipocresía envuelve al mandatario estadounidense para calificar y responder a las violentas manifestaciones que hoy asuelan a su país.
En respuesta a la aprobación legislativa china, Donald Trump ordenó iniciar un proceso de revocación para retirar los privilegios comerciales de Hong Kong. Para Trump, los esfuerzos chinos de refrendar el Estado de derecho coartan las libertades de aquellos que viven en la Perla de Oriente. Y por ello, en su opinión, China debe ser castigada. Su distorsionada realidad ignora la paciencia monumental que han tenido las autoridades locales y las fuerzas del orden, quienes han terminado, injustamente, como rehenes de imberbes jóvenes que igual toman por la fuerza el Parlamento o impiden las actividades en estaciones aeroportuarias. El principio de ‘un país, dos sistemas’ está siendo atacado y los legisladores chinos solo han hecho lo que la Constitución les dicta: defender legalmente a la patria.
Pero cuando los reclamos generados por la brutalidad policial y el racismo tocan a las puertas de la Casa Blanca, el mandatario adopta otra actitud y se regodea en las redes sociales de la aspersión de gas lacrimógeno contra los manifestantes. La protesta nacional por la violación de los derechos humanos de las minorías ha sido atendida con el despliegue de la Guardia Nacional por 15 estados y por la capital como medida para recuperar el orden. ¿Qué ha causado todo esto? Sin lugar a dudas el discurso del odio y la incitación de grupos radicales desde la cúpula política, incluida la institucional presidencial, para atacar a minorías asiáticas, hispanas, afroamericanas y árabes. La inflamación de ánimos discriminatorios como medida para generarle votos al Partido Republicano le está costando demasiado caro a los estadounidenses y al mundo entero.
Los actos vandálicos desatados en años recientes en Hong Kong, especialmente el año que pasó, difieren marcadamente del comportamiento de una turba enardecida que se propaga por Estados Unidos. Mientras los jóvenes hongkongneses expresan equivocadamente su inconformidad ante lo que interpretan como una acción que los despojará de sus libertades bajo el principio de ‘un país, dos sistemas’, la sociedad norteamericana protesta con indignación a un sistema racista, antes velado, que existe en un país que en teoría defiende la igualdad en los derechos. Por encima de todo esto, los medios belicosos y agresivos usados para suprimir protestas masivas nunca han sido emulados ni tendrán cabida en la Región Administrativa Especial de Hong Kong.
Una vergonzosa parcialidad salta a la vista para juzgar a terceros por entornos de desenfreno social que no le son ajenos a la Unión Americana. Washington ha intentado endilgarle a las autoridades chinas y a las hongkongneses comportamientos sacados de universos alucinantes, pero, al mismo tiempo, aplica con magistral perversidad esos mismos métodos iracundos con los que sataniza a terceros. Es un doble estándar que resta credibilidad a un país, hasta ahora el más poderoso del mundo, que tras la segunda postguerra se ha ufanado de defender las libertades, tanto las de los individuos como las de los Estados. Una decepción generalizada se propaga por el mundo al desvelarse el doble rasero de los pronunciamientos vertidos por Donald Trump.
Llevado a un contexto más amplio, el discurso del odio pronunciado por la Administración Trump pone en peligro la seguridad de los propios estadounidenses y coloca en su punto más bajo la vitalidad e importancia de las relaciones chino-estadounidenses. Las advertencias que señalan el denodado esfuerzo de las autoridades estadounidenses de arrastrar a China a un marco de acciones similares a las de la Guerra Fría no son exageradas ni desorbitadas. La intromisión estadounidense en asuntos internos de China, llámese Hong Kong o Xinjiang, las acusaciones infundadas para sugerir que Beijing pague al mundo por los estragos causados por el nuevo coronavirus, o los límites impuestos al intercambio de estudiantes chinos en universidades norteamericanas son, en su conjunto, golpes unilaterales que lastiman una relación que tiene trascendencia en países de todas las regiones.
China ha desplegado trabajos diplomáticos para edificar relaciones constructivas y de beneficio compartido con países y regiones de todo el planeta. Es difícil que las acusaciones y mentiras lanzadas por la actual administración estadounidense hagan mella en un andamiaje que se amalgama con hechos fraternales tanto en momentos de bonanza como en situaciones de crisis. China rechaza toda acción que conduzca a la polarización de las relaciones entre Estados y, en contraste, busca sumar esfuerzos para construir un sistema que neutralice la desconfianza y que elimine el peligro de toda confrontación. Si Donald Trump opta por la doble moral y prefiere sacrificar la relación chino-estadounidense, incluido el abandono de pactos y organizaciones internacionales, con tal de prorrogar sus ambiciones presidenciales, entonces China y el resto del mundo encontrarán un camino más escarpado en la consecución del ideal universal de construir una comunidad de futuro compartido para todos.